Ensoñación

Por León Nicanoff

Faltaba poco para que se hicieran las siete, en una mañana de otoño,  de intensa lluvia, cuando, recostado sobre mi cama, de un manotazo tiré la frazada, el crujir  de los autos se escuchó, al mismo tiempo que golpearon mi puerta, y yo desperté de un profundo e insoportable sueño, razón por la cual permanecí los próximos minutos inmóvil, íntegramente transpirado, sintiendo que mi pecho era comprimido por una carga insufrible. La respiración resultaba ser un trabajo arduo, de hecho por momentos no respiraba, y cuando lo hacía, de manera entrecortada, cada inhalación abría el camino para que ingresaran intensos malestares que no puedo describir, ya que recordar esos detalles provoca en mí fuertes mareos parecidos a los de una persona que, en lo alto de un edificio, sufre de vértigo.

Durante los siguientes minutos estuve quieto, rígido. No estaba imposibilitado de mover mi cuerpo, sino que padecía una contractura generalizada, y apenas desplazarme para un costado significaba que mi espalda se tensara hasta sentir que mi columna vertebral se desprendía. Solo percibía las gotas de transpiración que nacían en mi frente, caían por mi rostro y muchas se depositaban en mi oído, incomodándome más aún. Una mezcla de desesperación y angustia se había apoderado de mí, cuando tocaron nuevamente la puerta, las agujas del reloj marcaron las siete, y yo, inesperadamente, pegué un salto de la cama sin entender absolutamente nada. No sabía quién era ni dónde estaba. Qué había sucedido ni qué estaba sucediendo. Solo tenía presente, solo podía recordar, el sueño del que supuestamente me había despertado. Todo a mí alrededor se tornó ajeno, incluso mis extremidades, las miraba con terror y extrañeza. Y medio agazapado, a unos centímetros de aquello que consideré un lecho de muerte, entre grandes bocanadas de aire, encontré una ventana a mi izquierda. Me abalancé sobre ella, de dos tirones icé la persiana y rápidamente corrí el vidrio. Con medio cuerpo afuera, agarrándome apenas del borde, con la lluvia que caía en bloques, respiré largamente, haciendo sonidos roncos; y a medida que me iba cayendo, puesto que cada vez necesitaba más aire, iba recordando quién era y olvidando el sueño que acababa de tener -del mismo modo que uno olvida sus primeros años de vida-, hasta finalmente quedar inconsciente, tendido en el piso, atrapado en un sueño profundo, producto del golpe que ocasionó mi torpe caída.

– – –

Primero como un ronroneo y después como un gruñir, sonaba desde su interior el auto blanco, todo blanco, en el que íbamos viajando mis padres, Marcelo y Clara, y yo, Juan Manuel. Como siempre, mi padre manejaba y mi madre, sentada prolijamente en el asiento de acompañante, cebaba mates. No es que me haya detenido particularmente en ese detalle, que nada de extraordinario tiene, pero sí me llamó más la atención –y no tiene nada que ver con la paranoia- que pese al perfecto estado de la ruta, el suave sonido de un principio se iba convirtiendo en un tedioso ruido, junto –como sincronizándose- con la caída del sol y la entrada de nuestro auto a un camino de angosta ruta cuyos árboles secos a los costados se tocaban en lo alto de sus extremidades. Esta maraña de horribles ramas entrelazadas generaba un zumbido que nacía en la parte trasera de mi cabeza y yo, sin embargo, me mantenía quieto, sin hablar, cubierto por una manta hasta los ojos ya que el frío recorría mis venas, y con una pequeña pelota naranja entre mis brazos. Cada tanto temblaba. Un fuerte escalofrío que recorría mi columna vertebral de pronto aparecía y se iba, aparecía y se iba… pero lo más característico de mi estado en aquel momento era de una lucidez de la mente y una sensación de dopaje, de adormilamiento en todo mi cuerpo, como si estuviera afiebrado. Mientras tanto, mis padres discutían en voz baja porque pensaban que estaba durmiendo. Entonces escuché aquello que, de alguna manera, me quedó dando vueltas en el cerebro, chocando con la superficie de mi conciencia, perdiéndose en las profundidades de mi inconsciente, y emergiendo nuevamente con otras características, ante las situaciones más insólitas e inapropiadas. Todo eso generó posteriormente, muchos años después -ya que en ese momento mi mirada era de incredulidad total-, tanto en mi cuerpo como en mi mente, tremendas y oscuras sacudidas, como olas que rompen, nauseas verdes y amarillas, y debilidad en todas mis extremidades.

Apenas atravesamos ese camino de árboles secos, me di cuenta de que mi cuerpo no respondía. No sé si fue por falta de voluntad o efectivamente un entumecimiento de todos los músculos, pero ¡cuánta angustia me generaba no poder moverme y que justamente eso me tuviera sin cuidado! Cómo era posible que, de manera tan precoz, y sin causa alguna, por lo menos un suceso traumático, tuviera indiferencia casi total sobre mí. Si solo tenía ocho años, cómo podía estar tan quieto, tan resignado, si con la oscuridad de esa noche y la atmósfera pesada que se respiraba, uno fácilmente podía imaginar, hasta casi anticipar, el peor desenlace en esa ruta.

Fue cuando mi madre le sirvió el último mate lavado a Marcelo, y este expresó: “qué vamos a hacer”.

  • ¿Con qué?- Respondió, frunciendo el ceño.
  • Con Juan Manuel, Clara…
  • A qué te referís.
  • Qué vamos a hacer con él. Si te fijás, parece que está como flotando. No sé, no le gusta nada o le da todo igual. Me preocupa. Tal vez tendría que verlo alguien. Un profesional, alguien que sepa del tema.
  • Es chico, Marcelo. Ya se le va a despertar algún interés.

¿Qué tema? ¿A qué tema se refería? Si estaba confundido, ahora el contorno de las cosas se empezaba a desdibujar. Sin embargo, en ese momento no me daba cuenta por qué. Y por otro lado, si era chico, significaba que en un tiempo tenía que saber qué hacer, ¿pero en cuánto?

  • Bueno, tenés razón. Tal vez me estoy apurando. Pero decime la verdad, ¿lo podes definir vos? Sí, ya sé, es nuestro hijo, obvio; pero ¿sabes quién es?
  • Marcelo…es tu hijo, es mi hijo, es un chico de ocho años, se llama Juan Manuel…
  • Justamente, se llama Juan Manuel. Qué nombre, ¿no? Como mi viejo, como Rosas… como otras tantas personalidades importantes… Sí, creo que tenés razón Clara, es chico todavía. Hay que darle tiempo.

Me habían puesto Juan Manuel, es cierto, pero cómo iba a saber quién era, y por lo tanto cómo iba a tener en claro mi porvenir, si a cada instante sentía que dejaba de ser yo. Cada línea pintada de la ruta que mi padre pasaba con su auto, era una parte mía que había muerto, que había quedado atrás. Cómo me piden que me defina si no puedo detener el tiempo. Además, cómo me pueden preguntar quién soy, como si fuera una unidad, si en el momento en que me lo pregunto yo, me bifurco, por lo menos, en entrevistado y entrevistador.

Mis padres siguieron conversando durante un largo rato mientras yo me quedaba dormido, profundamente dormido por el tedio de esa noche. No sabía cuánto tiempo había pasado hasta que, en medio de una lluvia incesante, de pronto me resultó complicado respirar. Eso produjo inmediatamente que mis ojos se abrieran con preocupación. El malestar en mi cuerpo era generalizado, y mi respiración acentuaba aún más esa situación. Mis sentidos, sin embargo, no respondían como hubiera querido, no distinguía todavía lo real, me encontraba en un estado de suspensión. Rápidamente, entendí que esas complicaciones se debían al humo que entraba por la ventanilla, cuyo espesor me provocaba una tos seca y cortante. A medio kilómetro había ocurrido un grave accidente. Al parecer, una serie de autos habían chocado con un colectivo, lo que produjo un gran despliegue de ruidosas ambulancias que se adelantaban en la ruta. Qué irónico que justamente esas camionetas, inventadas para salvar vidas, hayan sido la razón de nuestra desgracia. Porque la presión de sus bocinas, junto con las luces altas que encandilaban, más la inseguridad de mi padre, provocaron que pegara un irresponsable volantazo, sin percatarse del inmenso camión que venía de frente. A más de 100 kilómetros por hora, mi padre logró esquivarlo, pero nuestro destino quedó incrustado en un enorme árbol, ubicado más allá de la banquina, con raíces gordas que sobresalían de la tierra y provocaron un último salto mortal.

– – –

af2ef6a0e2c9c528b09655df79f3b312_XL

Pum pum pum. Aparentemente el calor era violento porque, no solo mi frente, sino también mi camisa, se encontraban mojadas de transpiración. El aire sucio y oscuro flotaba suavemente generando mayor pesadez. Yo estaba sentado, encorvado sobre el escritorio, inmerso en un charco de saliva, cuando inhalo la última columna de humo y pum pum pum, se escucha la puerta de mi oficina. Entonces despierto, me enderezo y quedo tenso con los ojos profundamente abiertos. La puerta está cerrada, salí de ahí, hay fuego en el edificio, alguien me grita desde afuera. Lo comprendo de inmediato, ya que los movimientos en todos los pisos se escuchaban con claridad y el amoníaco estaba a punto de tumbarme nuevamente. Sin embargo, seguí un rato más sentado, con los brazos y las manos extendidas sobre el escritorio. Mis sentidos, después de haber despertado, estaban limpios y agudos. Pero la quietud que manifestaba, en medio de un peligro en curso, se debía a que, a medida que pasaban los segundos, mi consciencia se desprendía cada vez más de mí, y yo sentía cómo, de manera inminente, me iba quedando, ya sin poder hacer nada, con el puro y solitario desconocimiento de todo.

Avanzado por completo este estado, me levanté bruscamente de la silla, y el más oscuro terror me invadió cuando por fin alcé la mirada y el vidrio reflejó una figura repulsiva y extraña. Mi corazón se comprimió como una pasa de uva, lo cual me provocó un dolor punzante en el pecho; y de esa misma manera, con las piernas cada vez más flojas, retrocedí temblando de pánico, hasta que, por culpa de mi torpeza, no vi un escalón y caí fuertemente al piso, provocándome un gran chichón en el medio de la frente. Humillado y afligido, salí por la puerta, donde hombres y mujeres, entre empujones y manotazos, corrían atolondrados. Yo caminaba observando los escritorios que caían, los papeles que volaban y el aire negro cada vez más espeso, sin poder escuchar nada porque un zumbido me perforaba el cerebro. Entendía todo lo que estaba sucediendo, esa no era la razón por la que no me apresuraba. El motivo era que sentía una despreocupación total sobre mí. Una indiferencia hacia mi integridad física que me permitía mantener la calma entre tanto alboroto.

Bomberos rodeaban inútilmente el edificio, combatiendo las llamas que ardían y se extendían para todos lados. Más adelante, individuos curiosos y morbosos se acercaban a tal punto que, en poco tiempo, la cuadra entera se encontró poblada. Finalmente salí sano y salvo por la puerta principal, cubierto de una capa negra semejante al barro, producto del humo y la transpiración. Conserve la calma, caminando con elegancia, traspasando a los bomberos y policías que sin éxito me pedían los datos –es decir, mi identidad-. Pero ni bien me alejé y me encontré solo, conmigo mismo, el horror más crudo se alojó en mi corazón y mi cuerpo se oscureció por completo. Si pudiera describir lo que me sucedió en aquel momento… ¡pero se me hace imposible! El lenguaje no puede contener tan insondables sentimientos. Entonces corrí.

Corrí hacia ningún sitio. Corrí sin sentido. No había nada. No hay nada, me decía. Dónde estoy, no tengo casa, no tengo lugar acá, repetía. A dónde voy. Si sigo, me caigo. Si me detengo, me hundo. Me hundo, me hundo. Estoy en el fondo, corriendo por una superficie desfondada. Toco un fondo y pum, se desploma. Y otro y pum, se desploma. Y así, así. Corro sobre una espiral empantanada. Qué es todo esto. Quienes son todos ellos, ¿soy lo que ellos necesitan que sea? Quién soy yo, qué es lo que tengo inmutable. Qué es lo que nunca cambió de mí. ¿De mí? En realidad no hay nada. No hay nada más que este momento. Momento que dejó de existir. Se fue.

Una vez que -después de haber corrido largo tiempo- llegué a un bosque en las afueras de la ciudad, mi cuerpo no resistió más, y embriago en delirios, me dejé caer, afiebrado, casi desmayándome, sobre un enorme árbol doblado. Al despertar, bastante renovado, sentí de repente una pequeña emoción cuando descubrí la belleza del bosque que me rodeaba: lo más atractivo era un río ancho, que corría con fuerza, detrás de un puñado de árboles a metros de mí. Me acerqué, con el corazón palpitante, y observé durante unos minutos la intensidad de aquella correntada. Pero mi sorpresa fue significativa cuando, decidido a bañarme, volví para dejar mi ropa en el enorme árbol y ya no estaba, lo había perdido. Sin detenerme mucho en ese detalle; pensé que habría sido una distracción mía, emprendí entonces el camino al río. Me arrojé. ¡Qué estimulante resultaron ser esas aguas frescas! El río en movimiento arrastraba todo y yo, inmerso en él, con el corazón latiendo intensamente y la mirada en lo alto del cielo, me dejaba llevar. ¿Realmente es importante saber quién soy? ¿Necesito saber quién soy?, me empecé a preguntar. Estoy siendo, ahora mismo. Junto con las aguas rápidas, estoy siendo. Devengo, devengo continuamente. Entonces, ¿puedo elegir quien quiera ser? Pero lo que yo elija va a estar restringido a lo que conozco, a un abanico fino de posibilidades. No, no, esto no tiene sentido, ¡Ja ja! ¡No tiene sentido! Y reí vivamente.

Agotado, salí a la superficie. Tierra firme al fin, pensé. Después de unos pequeños pasos, me tiré a descansar. El calor del sol me despertó, y abriendo los ojos ansié bañarme por segunda vez, pero no pude, ya que, como si todo estuviera en movimiento, el estupor me invadió al descubrir que el río no estaba ahí, sino en algún lugar más lejano, emitiendo un sonido fino y continuo. Desconcertado, caminé. Caminé largas horas. Me alejé. Y poco a poco empecé a escuchar voces de personas. Corriendo algunos yuyos, atravesando un camino oscuro; las ramas juntas en lo alto tapaban el sol, me fui acercando. Mi intranquilidad comenzaba a manifestarse,  cuando vi a un pequeño niño, entre las raíces gordas de un gran árbol,  jugando con su pelota. Pelota que se desvió hacia el sitio donde me encontraba. Me acerqué cautelosamente, la levante… y las nauseas más tremendas cayeron como un balde en mi cabeza, no sin antes observar que en esa pelota decía “Juan Manuel”, porque entonces rememoré el accidente mortal del que habían sido víctimas mi esposa y mi hijo, y todo mi pasado se incrustó nuevamente en mí, provocándome un torbellino de recuerdos, y cayendo automáticamente desmayado en el piso.

– – –

Yo, Marcelo, me desperté tirado entre la pared y el suelo, afuera de mi casa, debajo de mi ventana, medio mojado y embarrado, con un gran chicón en el medio de la frente, mientras las nubes grises se despejaban y abrían paso al sol, radiante, que empezaba a alumbrar el día con la claridad de un relámpago.

Deja un comentario